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lunes, 25 de mayo de 2009

El Tabernáculo en la adoración a Dios (Shemot / Éxodo 39:32)

La adoración al Dios de la Biblia, es una de las expresiones más sublimes que el hombre puede ofrecer. Es en la adoración donde personalmente encuentro una manera de decirle todo lo que es y todo lo que significa.

Es un momento tan íntimo y personal que permite hablar lo que siente el corazón; que por su gracia, poder y misericordia permite experimentar. Es tan real, que la adoración se vuelve transformadora.

En el Tabernáculo (Éxodo 25:1-9) se encuentra implícita la adoración que el pueblo de Israel ofrecía a Elohim. Los muebles y los utensilios que forman parte del Tabernáculo muestran el simbolismo de la adoración. El Tabernáculo es un tipo de la iglesia, del creyente, y el Tabernáculo en sus detalles habla de Cristo.

Es por eso que el propósito de este artículo es llevarte hasta el lugar Santísimo donde de acuerdo con las escrituras habita la misma presencia del Dios Altísimo.

El Tabernáculo se dividía en tres partes: el atrio, el lugar santo y el lugar santísimo.
El atrio estaba en el aire libre, y era iluminado por el sol. Hasta allí podía entrar la gente para hacer sus sacrificios. El lugar santo estaba dentro de la tienda y era iluminado por el candelero. Sólo los sacerdotes podían entrar allí. El lugar santísimo, también estaba adentro, y era iluminado por la "gloria sekinah" (lo que habita), es decir, iluminado por la gloria de Dios mismo. Dios permitía entrar al lugar santísimo al sumo sacerdote, una vez al año para hacer expiación (Levítico 16).

PRIMERA PARTE: EL ATRIO

En el atrio se encontraba el Altar de Sacrificio (Éxodo 27:1-8). En él se ofrecían todos los sacrificios del pueblo: unos por individuos y otros por el pueblo en conjunto. Claramente este altar habla de sacrificio y derramamiento de sangre.

Es imposible acercarse a Dios sin tal sacrificio y derramamiento de sangre (Hebreos 9:22). El altar en que ardía constantemente el fuego y sobre el cual se quemaban los sacrificios, es símbolo de la cruz de Cristo; mientras que los sacrificios son símbolos de Cristo mismo.

También se encontraba la Fuente de Bronce o “el lavacro”, que era una especie de ‘espejo’ en el cual los sacerdotes lavaban sus manos y sus pies, bajo pena de muerte sino lo hacían. En el lavacro el sacerdote se reflejaba; veía su rostro y le permitía ver si sus ropas estaban manchadas, en otras palabras, debía estar en santidad antes de entrar al lugar santo (Éxodo 30:17-21). La fuente reflejaba la necesidad de limpieza, pero lo más importante es que proveía el medio para ser limpios.

La Biblia es un tipo de lavacro, ella nos muestra como somos y refleja la necesidad de ser limpiados. Es decir, la Palabra de Dios permite que aplicando la palabra, podemos tener limpieza en nuestras vidas. El Apóstol Santiago lo expresa de una manera sencilla; «pero sed hacedores de la palabra y no tan solamente oidores, engañándote a ti mismo» (Santiago 1:22-25). El lavacro es un tipo de Cristo, quien nos limpia de toda impureza, machas y cosas semejantes a estas (Juan 13:2-10; Efesios 5:25-27).

SEGUNDA PARTE: EL LUGAR SANTO

Esta segunda parte es tan emocionante como la primera, sin embargo, el corazón del sacerdote empieza a palpitar más rápidamente, pues el momento de la adoración se acerca y la entrada del sumo sacerdote al lugar santísimo es eminente. El lugar santo lo componen tres muebles: la mesa de los panes de la proposición, el candelero y el altar del incienso.

La mesa de los planes de la proposición (Éxodo 25:23-30) estaba hecha de madera de acacia cubierta con oro. Estaba colocada al lado norte del lugar santo. En ésta se ponía el pan de la proposición (Levítico 24:5-9). El propósito de la mesa era sólo para exhibir el pan.

El enfoque es el pan, no la mesa. Esto nos enseña que la iglesia y nosotros como cristianos, nuestro único objeto debe ser exhibir el pan de la vida. Los panes se hacían de harina fina sin levadura. La levadura representa el pecado. Cristo dijo, "Yo soy el pan de vida". Cristo, que era sin mancha y sin pecado, es el verdadero pan del cielo que comemos nosotros, los sacerdotes del Dios vivo (Juan 6:35-51).

El candelero era de oro puro (Éxodo 25:31-40), labrado de una sola pieza. Tenía siete lámparas –no candelas- en las cuales se quemaba el aceite para el alumbrado (Éxodo 27:20-21). Estaba colocado al lado sur del lugar santo, y daba la única luz allí. Iluminaba el pan de vida. Estaba encendido perpetuamente en el sentido que todas las noches tenía que estar encendido. Un Sacerdote encendía las lámparas cada tarde y las apagaba cada mañana. El aceite simboliza el fuego del Espíritu Santo derramado a todos los creyentes.

La luz es figura de Dios a través de la Biblia. Jesús dijo, “Yo soy la luz del mundo” (Juan 3:19; 8:12; 12:46). Cristo también dijo: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14). Como el candelero no tenía luz propia, sino que era portador de la luz, nosotros tampoco tenemos luz propia, sino que somos portadores de la Luz Divina. Así que el candelero tipifica a Cristo y a su Iglesia dando luz al mundo (Filipenses 2:15; Mateo 5:14-16).

El altar del incienso (Éxodo 30:1-10) se colocaba en el lugar santo, cerca del velo delante del arca que estaba en al lugar santísimo. Este altar se colocaba entre el lugar que representa la tierra y el lugar que representa el cielo. Así es que este altar era lo más cerca de la presencia de Dios, solo lo separaba una cortina. En este altar, el sacerdote quemaba incienso dos veces al día.

El altar del incienso y el incienso que se quemaba en él, representan la oración. Este incienso es el olor suave a Dios (Apocalipsis 5:8). También representa aquí la intercesión de Cristo por su pueblo. Nosotros también debemos ofrecer a Dios sacrificios de adoración, de oración y de alabanza (Hebreos 13:15, 16).

TERCERA PARTE: EL LUGAR SANTÍSIMO

El lugar santísimo era la expresión más perfecta de adoración a Dios. En este lugar solamente el sumo sacerdote entraba una vez al año. En él están el Arca del Pacto la que nos recuerda que Dios es un Dios de pactos. El Arca contenía las tablas de la ley (los diez mandamientos) que Moisés recibió en el monte Sinaí, la vara de Aarón que reverdeció (Números 17:8) y el maná con el que fue alimentado el pueblo en el desierto (Hebreos 9:4).

¡Oh querido amigo! No puedo imaginar con que reverencia entraba el sumo sacerdote al lugar santísimo. Sobre su espalda la responsabilidad de todo el pueblo, quienes esperaban si la ofrenda era aceptada por Dios o no.

El sumo sacerdote, por lo menos debía ir con cuatro días de ayuno. A él se le amarraba a su cintura una cuerda con unas campanas que cuando caminada hacían un ruido que mostraba que seguía con vida, pues si no iba santificado podía morir.

Su manto (Éxodo 28:4), tenia por dentro grabado en letras hebreas los diez mandamientos. Es por eso que cuando la mujer con flujo de sangre toco el manto de Jesús, Él dijo: ¡alguien me ha tocado porque poder salió de mí! (Lucas 8:43-46).

El sumo sacerdote entraba y esparcía la sangre en el propiciatorio y en todo el lugar santísimo. Cuando la gloria de Dios bajaba los querubines empezaban a templar y el sumo sacerdote también empezaba a templar lleno de la gloria de Dios. Mientras tanto, todo el pueblo esperaba a fuera; ¿habrá sido la ofrenda agradable a Dios? Cuando el sumo sacerdote salía lleno del poder de Dios y con una sonrisa en sus labios, quería decir que el Señor había recibido la ofrenda, eso significaba un año más de perdón, un año más de bendición para todo el pueblo.

Querido amigo, Jesucristo es nuestro gran sumo sacerdote (Hebreos 9:11-15), Él derramo su sangre preciosa, demostrando con ello que su sangre tiene el poder de quitar el pecado del hombre. Pues el sacrificio en el Tabernáculo sólo cubría los pecados del pueblo, pero el sacrificio de Jesús quita los pecados.
Su sacrificio rompió el velo que separaba el lugar santo, del lugar santísimo, es decir, ahora podemos entrar libremente todos los días a ofrecer adoración, alabanza y oración a nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo (Hebreos 10:19-22).

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