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jueves, 9 de febrero de 2012

Policarpo de Esmirna

Policarpo, discípulo del apóstol Juan y obispo de la iglesia de Esmirna, martirizado con la espada y el fuego, 155 d. C.

Leemos en el Apocalipsis que el Señor mandó a su siervo Juan que escribiera ciertas cosas al ángel de la iglesia de Esmirna, para amonestación del maestro, así también para el beneficio de la iglesia: “Escribe al ángel de la iglesia en Esmirna: El primero y el último, el que murió y ha vuelto a vivir, dice esto: Yo conozco tus obras, y tus sufrimientos, y tu pobreza… No temas en nada lo que vas a sufrir. He aquí, el diablo meterá a algunos de ustedes en la cárcel, para que sean probados, y tendrán tribulación por diez días. Mantente fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Ap. 2:8-10). Estas palabras del Señor Jesús indican que los creyentes de Esmirna, y el maestro de ellos, se hallaban en la tribulación y la pobreza y que se acercaba aún más sufrimiento para ellos. Por tanto, los exhortaba a la constancia, prometiéndoles la corona de la vida.

En cuanto al maestro de esta iglesia, muchos de los escritores antiguos dicen que era Policarpo, discípulo del apóstol Juan, por cuanto había escuchado a Juan predicar la Palabra de Dios y se había asociado con algunos de aquellos que habían conocido personalmente al Señor Jesucristo. También dicen que Juan lo había nombrado obispo y maestro de la iglesia de Esmirna.

En cuanto a los sufrimientos, el Señor dijo que iban a azotarle a él y a la iglesia donde era maestro; esto comenzó tiempo después. Sucedió que este buen pastor precedió, y muchos de los corderos de su rebaño lo siguieron fielmente. Sin embargo, es nuestro intento hablar aquí únicamente del obispo Policarpo.

Dicen que tres días antes de ser arrestado y sentenciado a muerte, de repente cayó dominado por el sueño mientras oraba. Y mientras soñaba, tuvo una visión en la cual vio la almohada sobre la que dormía,  que comenzó de repente a arder hasta ser completamente consumida. Habiéndose despertado instantáneamente por la visión concluyó que a él lo iban a quemar por el nombre de Cristo.

Cuando los que buscaban apresarlo se le acercaban, sus amigos procuraron esconderlo, llevándolo a otro lugar en el campo. Sin embargo, poco tiempo después fue descubierto por sus perseguidores. Ellos habían detenido a dos muchachos, a quienes por medio de azotes obligaron a que les dijeran dónde se encontraba Policarpo. Y aunque de la habitación donde se hallaba fácilmente pudo haberse escapado a una casa que había en la vecindad, no lo hizo. Más bien dijo: “Hágase la voluntad del Señor.” Entonces, descendió las gradas para ir al encuentro de sus perseguidores a quienes tan bondadosamente recibió, que aquellos que nunca antes lo habían conocido, arrepentidos dijeron: “¿Qué necesidad tenemos de darnos prisa para apresar a un hombre tan anciano?”

Inmediatamente, Policarpo hizo poner la mesa para sus apresadores, insistiéndolos con afecto a que comieran para poder hacer su oración sin interrupción mientras ellos comían, lo que le fue permitido. Cuando terminó su oración y se acabó la hora en la cual había reflexionado sobre su vida y encomendado la iglesia a Dios y a su Salvador, los soldados lo sentaron sobre una asna y lo llevaron de camino a la ciudad el día sábado de la gran fiesta.

Nicetes y su hijo Herodes, llamado el príncipe de paz, le salieron al encuentro. Lo alzaron de la asna y le hicieron sentarse junto a ellos en el carro. De esta manera, buscaron hacer que apostatara de Cristo. Así, a él le decían: “¿Qué importa decir, señor Emperador, y ofrecer sacrificio e incienso a él, para salvar tu vida?” Al principio Policarpo para nada respondió, pero cuando ellos persistían en preguntar, exigiéndole que les diera respuesta, finalmente dijo: “Jamás haré lo que me piden y aconsejan que haga.” Cuando vieron que Policarpo era inconmovible en su fe, comenzaron a insultarlo, y al mismo tiempo le empujaron del carro. Al caer se le hirió la pierna severamente. Sin embargo, jamás demostró que se había herido por la caída, sino que al levantarse, otra vez se entregó a los soldados para ser llevado al lugar de ejecución, caminando tan rápido como si nada le molestara.

Apenas Policarpo había entrado al circo o anfiteatro donde iba a ser ejecutado, cuando se oyó una voz del cielo, diciendo: “Sé fuerte, ¡oh Policarpo! Sé valiente en tú confesión, y en el sufrimiento que te espera.” Nadie vio la persona de la cual había salido esta voz; pero muchos de los cristianos que por allí se hallaban presentes la escucharon. Sin embargo, a causa del gran alboroto que se había creado, la mayor parte de la gente no escuchó la voz. No obstante, tuvo la tendencia de fortalecer a Policarpo y a los que la oyeron.

El gobernador lo amonestó a tener compasión de sí mismo por la edad avanzada que tenía, incitándolo a que jurara por la fortuna del Emperador, y así negar a Cristo. Policarpo le dio la siguiente candorosa respuesta: “Hasta ahora he servido a mi Señor Jesucristo ochenta y seis años, y jamás me ha hecho daño alguno. ¿Cómo podría entonces negar a mi Rey, quien hasta aquí me ha guardado de todo mal, y que tan fielmente me ha redimido?”

Entonces el gobernador lo amenazó con fieras salvajes que lo despedazarían si no desistía de su propósito, diciéndole: “Frente a mí tengo las fieras, a las que habré de lanzarte a menos que te conviertas a tiempo.”

Policarpo le contestó sin temor: “Que vengan las fieras; pues mi propósito no cambiará. No podemos ser convertidos o pervertidos del bien al mal por medio de la aflicción. Pero mejor fuera si ellos, los hacedores de maldad, quienes en su malignidad persisten, llegaran a ser convertidos a lo que es el bien.”

El gobernador replicó: “Si aún no sientes pena, y desprecias las fieras salvajes, habré de quemarte con fuego.”

Una vez más, Policarpo le contestó, diciendo: “Ahora me amenazas con el fuego, que habrá de arder por una hora, y pronto se apagará. Pero no conoces el fuego del juicio futuro de Dios que está preparado y reservado para castigo y tormento eterno de los malvados. Pero ¿por qué ahora te detienes? Trae el fuego, o las fieras, o cualquier otra cosa que hayas de escoger. Por ninguna de ellas me persuadirás a negar a Cristo, mí Señor y Salvador.”

El martirio de Policarpo: quemado vivo en la hoguera, Esmirna, 155 d.C

Finalmente, cuando la muchedumbre demandaba que lo mataran, fue entregado por el gobernador para ser quemado. Inmediatamente trajeron un gran montón de madera, fardos de leña, y virutas. Cuando Policarpo vio aquellas cosas, él mismo se desvistió y se despojó del calzado, para que lo acostaran sobre las maderas descalzo y sin vestidura. Habiendo ya hecho esto, los verdugos estaban a punto de echarle mano para clavarlo a los maderos, pero él les dijo: “Déjenme así. Aquél quien me ha dado la fortaleza para soportar el dolor del fuego, también me ha de fortalecer para permanecer en el fuego, aún si no me clavan en el madero.” Entonces ellos, según lo pedido, no lo fijaron con clavos a los maderos, sino que apenas con una cuerda le ataron las manos atrás.

Así pues, preparado ya como un holocausto, y puesto sobre los maderos como cordero de sacrificio, oró a Dios, diciendo: “Oh Padre de tu amado y bendito Hijo, nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento salvador de tu bendito nombre; Dios de ángeles y poderes y de todas las criaturas, pero especialmente de todos los justos que viven al lado tuyo, gracias te doy por haberme llamado en este día y esta hora y hallado digno para tener parte y lugar entre el número de tus santos mártires, según como tú, oh Dios de verdad, que no puedes mentir, me has preparado, y me lo hiciste saber, y que finalmente ahora lo has cumplido. Por tanto, te agradezco y alabo por sobre todo hombre, y honro tu santo nombre por Jesucristo, tu amado Hijo, el eterno sumo sacerdote, para quien junto contigo y el Espíritu Santo, sea la gloria, ahora y para siempre. Amén.” Tan pronto que pronunció la última palabra de su oración (la palabra “Amén”), los verdugos encendieron los maderos sobre los cuales yacía. Y cuando las llamas circundaban altas sobre el cuerpo de Policarpo, para asombro de todos, se vio que el fuego poco o nada le había herido. Por tanto, al verdugo le dieron orden de traspasarlo con la espada, lo cual hizo inmediatamente. Y la sangre le salió a borbotones de la herida a tal punto que casi llegó a extinguir el fuego. De esta manera, este fiel testigo de Jesucristo, habiendo muerto a fuego y espada, entró en el reposo de los santos.

Fuente: [The Martyr’s Mirror (El espejo de los mártires)www.losprimeroscristianos.com/primeraparte.doc

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